La pobreza los ha arrastrado a comer ratas. |
La sequía, el abandono y la creciente descomposición y decadencia económica en la región, en el estado y en el país, están obligando a residentes de distintos municipios de Nuevo León, que viven en condiciones de extrema pobreza, a cazar y comer ratas.
La ayuda de programas como “oportunidades” es paupérrima. Mueren de hambre y el gobierno lo minimiza diciendo que se les manda lo necesario para estar “bien”, sin necesidad de comer ratas; sin embargo, la prueba lo desmiente. Esta misma situación se está viviendo en comunidades de Coahuila, como El Salitre.
Los hechos.
Es la tarde del jueves 11 de abril en Presa San Carlos, en Doctor Arroyo, a unos 400 kilómetros al sur de Monterrey, y Ascensión López recoge piedras del suelo y alista la resortera para internarse en el monte.
Hace dos días que el Estado organizó una brigada contra la sequía en este ejido de casuchas de adobe donde repartieron más de 300 despensas y una pipa llenó la vieja pila edificada frente a la iglesia sin sacerdote.
Pero la pequeña bolsa con provisiones y el agua se agotaron pronto. Hoy la única opción para comer en la vivienda que Ascensión comparte con las familias de dos de sus 10 hijos son las ratas que logre traer a su regreso.
“Llegaron unas despensitas. Estaban de a tiro chiquitas, se acabaron”, cuenta Ascensión, refiriéndose al apoyo alimentario de un kilo de harina de maíz, un kilo de frijol, medio kilo de arroz, medio kilo de galletas de animalitos, dos bolsas de pasta y medio litro de aceite que distribuyó el DIF estatal.
“Hace tres años que no levantamos ni rastrojitos de lo que sembramos. No nos queda más que salir a buscar ratitas, para darle de perdido algo de carnita a los nietos. No es que nos guste tanto”.
Presa San Carlos es una de las 92 comunidades del sur de Nuevo León afectadas por la sequía extrema y escasez de agua para consumo humano, según el monitor de sequía de América del Norte y la Comisión Nacional del Agua.
Aquí, familias con un promedio de ocho integrantes que padecen pobreza extrema sobrevivían cultivando sus alimentos y haciendo producir a sus animales, pero desde hace tres años la sequía ha impedido levantar una sola cosecha y ha matado a reses y chivas.
El único modo de ganarse la vida ahora es tallar lechuguilla para extraer ixtle y venderlo a 14 pesos el kilo –300 pesos por semana–, pero la sobreexplotación está agotando la planta.
“No crea que nos gusta vivir de la caridad”, subraya Ascensión, de 48 años, “aquí todo es trabajo. Uno le hace la lucha con la tierra, los animales. Ya nada más queda la lechuguilla. Acabándose eso, no va a haber más nada”.
“Teníamos ocho animales. Todos se murieron. Ahorita nomás queda esa becerra”, dice apuntando al animal de pelo blanco y costillas pegadas a la piel que ha sobrevivido de nopales chamuscados, puntas de palma y agua verde.
La cacería
En medio del monte, abriéndose paso entre nopaleras y arbustos chaparros, acompañado de Francisco, su hijo de 22 años, Ascensión sigue las huellas que conejos y ratas dejan en la tierra suelta.
El año pasado, Francisco caminó 15 kilómetros hasta un ejido aledaño y firmó unos papeles “del Gobierno” que le dijeron eran para recibir seis chivas. Ese día regresó contento. La esperanza de superar la sequía vendiendo quesos, leche y cabritos se asomó en el joven padre de dos hijos.
“Ese paquete nunca llegó”, recuerda con mirada severa, “nomás me hicieron firmarles todos los papeles. Así es aquí, se quedan pa’ otra parte, con los que andan adelante”.
La charla es interrumpida por un ruido entre los matorrales, el joven, que lleva unas botas industriales rotas por las que se asoman sus dedos, estira la hulera, apunta y suelta el proyectil que sale zumbando entre las ramas secas. Era un conejo, el animal huye herido.
“A veces nos va bien”, cuenta Ascensión, “(el conejo) sabe mejor que la rata y rinde más. Para que alcance la comida hay que cazar unas ocho ratas”.
“También hay mucha víbora aquí”, advierte el campesino, quien lleva puestos unos huaraches de llanta. “Un animal de esos mordió a una niña de siete años, se la llevaron a Arroyo y la llevaban a San Luis, pero no llegó, por eso no traemos los niños”.
En la mano derecha, Ascensión tiene la cicatriz de una mordida de rata, que le atravesó el dedo índice cuando jaló la cola del roedor para sacarlo de la guarida que estos animales construyen en medio de nopaleras para protegerse de los depredadores.
Pero eso fue hace varios años, hoy es un experto. Después de cavar bajo el sol durante media hora, mete la mano en uno de los hoyos y con un movimiento vertiginoso saca al animal y lo azota contra el piso. Una pequeña nube de polvo se levanta, la rata está muerta.
El banquete
En la mesa de madera, a un lado del fogón invadido por el humo agrio que expide la leña de mezquite, los pequeños Miguel, de un año, y Francisco, de 2, nietos de Ascensión, y Berenice, de 4, su hija más pequeña, rodean el platito redondo con la rata freída por Elena, su abuela y madre.
La escasa carne es difícil de masticar. Su sabor no se parece al de ave o res, pero agrada a los pequeños que roen hasta lo último.
“Dicen que es medicina. Aquí se las damos a los niños en caldo cuando se enferman. Viera que se reponen”, comenta Ascensión mientras se saca de los pies las espinas que le dejó la travesía. “Pero ahorita, aunque no quiéramos (sic), no hay más. ¿Qué le vamos a hacer? Como quiera, dígales a los señores que nos trajeron las despensas que estamos agradecidos por la ayuda, aunque sea poquita”.
También en Salitre, Coahuila, comen ratas.
En el Salitre, Coahuila, uno de los 80 municipios que conforman el estado, la carne de rata, al igual que la de otros animales como el conejo o la liebre, lograrán matar el hambre de las familias que las preparan como comida casera. Las cazan con palos, piedras y resorteras. Aunque son una innegable fuente de proteínas, también pueden cargar con muchas enfermedades.
Eso cuenta la fotoperiodista Karla Itzel Castillo, de la agencia mexicana CUARTOSCURO, al presentar este ensayo.
Los lugareños, como Don Cruz Domínguez, tienen la acostumbre de consumir carne de roedor, dice, viajan varios kilómetros hacia el monte buscando madrigueras entre nopales y arbustos y con sus armas de campo, y otros animales de campo.
Es una costumbre que viene del hambre, como narran otros periodistas de la región.
El 31 de enero pasado, Vanguardia de Saltillo publicó un reportaje sobre la comunidad de El Pilar de Richardson, situada en el municipio de General Cepeda, en Coahuila, en donde unos 500 habitantes viven en la permanente angustia de no tener para comer.
Las autoridades voltean el rostro hacia otro lado, consigna este reportaje.
Qué horrible miseria en la que están viviendo millones de nuestros hermanos mexicanos y así hablan de "fortaleza económica" los descarados economistas del sistema
ResponderEliminarMexico, não votem na direita. Diga não aos conservadores, aos neoliberais, aos EUA.. Votem nos trabalhadores, na esquerda, nos progressistas...
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