San Atanasio (297-373)
Obispo de Alejandría y Doctor de la Iglesia.
"Verás a los ministros que llevan pan y una copa de vino, y lo ponen sobre la mesa; y mientras no se han hecho las invocaciones y súplicas, no hay más que puro pan y bebida. Pero cuando se han acabado aquellas extraordinarias y maravillosas oraciones, entonces el pan se convierte en el Cuerpo y el cáliz en la Sangre de nuestro Señor Jesucristo... Consideremos el momento culminante de estos misterios: este pan y este cáliz, mientras no se han hecho las oraciones y súplicas, son puro pan y bebida; pero así que se han proferido aquellas extraordinarias plegarias y aquellas santas súplicas, el mismo Verbo baja hasta el pan y el cáliz, que se convierten en su cuerpo".
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Del Tratado sobre los misterios.
San Ambrosio (337-397)
Obispo de Milán y Doctor de la Iglesia.
Tal vez dices: "Es mi pan común". Mas este pan es pan antes de las palabras sacramentales; en cuanto sobreviene la consagración, el pan se convierte en la carne de Cristo. Por tanto, probémoslo. ¿Cómo lo que es pan puede ser el cuerpo de Cristo? ¿Por medio de qué palabras se hace, entonces, la consagración y cuyas son esas palabras? Del Señor Jesús. En efecto, todas las otras cosas que se dicen antes, por el sacerdote son dichas: se ofrecen alabanzas a Dios, se hace oración rogando por el pueblo, por los reyes, por los demás. En cuanto se llega a producir el venerable sacramento, ya el sacerdote no usa sus propias palabras, sino las de Cristo. De modo que la palabra de Cristo es la que produce este sacramento.
¿Cuál es la palabra de Cristo? En verdad, aquella por la cual todas las cosas han sido hechas. Ordenó el Señor y se hizo el cielo; ordenó el Señor y se hizo la tierra; ordenó el Señor y se hicieron los mares; ordenó el Señor y se engendraron todas las creaturas. Mira, pues, cuán eficaz es la palabra de Cristo. Si tan poderosa es la palabra del Señor Jesús, de modo que por ella comienza a ser lo que antes no era, cuánto más ha de serlo para hacer que las cosas que ya eran sean y se cambien en otra cosa. No existían el cielo, ni existía el mar, no existía la tierra, pero escucha David que dice "Él dijo, y fueron hechos. Él ordenó, y fueron creados".
Así, pues, para responderte: antes de la consagración no estaba el cuerpo de Cristo, pero después de la consagración te digo que es ya el cuerpo de Cristo. [...] Aprendiste, pues, que el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y que se pone en el caliz vino y agua y que por la palabra de la consagración celestial se convierte en su Sangre.
Pero tal vez digas: "Yo no veo la apariencia de la sangre". Pero tienes el signo. Así como tomaste la similitud de la muerte, así también bebes la semejanza de la preciosa Sangre, de modo que no se da el horror de la sangre que se derrama y, sin embargo, produce su efecto, el precio de la redención. Aprendiste, pues, que lo que recibes es el cuerpo de Cristo.
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De las Catequesis de San Cirilo de Jerusalén
Cirilo de Jerusalén (313 - 386)
Arzobispo de Jerusalén y Doctor de la Iglesia.
Jesús, el Señor; en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de pronunciar la Acción de Gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, y dijo: «Tomen y coman, esto es mi cuerpo.» y tomando el cáliz, después de pronunciar la Acción de Gracias, dijo: «Tomen y beban, ésta es mi sangre.» Por tanto, si él mismo afirmó del pan: Esto es mi cuerpo, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y si él mismo afirmó: Esta es mi sangre, ¿quién podrá nunca dudar y decir que no es su sangre? Por esto hemos de recibirlos con la firme convicción de que son el cuerpo y sangre de Cristo. Se te da el cuerpo del Señor bajo el signo de pan, y su sangre bajo el signo de vino; de modo que al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo tu cuerpo pasa a ser parte de su cuerpo y tu sangre de la suya. Así, pues, nos hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo y sangre.
Así, como dice San Pedro, nos hacemos participantes de la naturaleza divina.
En otro tiempo, Cristo, discutiendo con los judíos, decía: Si no comen mi carne y no beben mi sangre, no tendrán vida en ustedes. Pero, como ellos entendieron estas palabras en un sentido material, retrocedieron escandalizados, pensando que los exhortaba a comer su carne.
En la antigua alianza había los panes de la proposición; pero, como eran algo exclusivo del Antiguo Testamento, ahora ya no existen. Pero en el Nuevo Testamento hay un pan celestial y una bebida de salvación, que santifican el alma y el cuerpo. Pues, del mismo modo que el pan es apropiado al cuerpo, así también la Palabra encarnada concuerda con la naturaleza del alma.
Por lo cual, el pan y el vino eucarísticos no han de ser considerados como meros y comunes elementos materiales, ya que son el cuerpo y la sangre de Cristo, como afirma el Señor; pues, aunque los sentidos nos sugieren lo primero, hemos de aceptar con firme convencimiento lo que nos enseña la fe.
Adoctrinados e imbuidos de esta fe tan cierta, debemos creer que aquello que parece pan no es pan, aunque su sabor sea de pan, sino el cuerpo de Cristo; y que lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca a nuestro paladar, sino la sangre de Cristo; respecto a lo cual hallamos la antigua afirmación del salmo: El pan da fuerzas al corazón del hombre y el aceite da brillo a su rostro. Da, pues, fuerzas a tu corazón, comiendo aquel pan espiritual, y da brillo así al rostro de tu alma.
Ojalá que con el rostro descubierto y con la conciencia limpia, contemplando la gloria del Señor como en un espejo, vayamos de gloria en gloria, en Cristo Jesús nuestro Señor, a quien sea el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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De los Tratados de San Gaudencio de Brescia, obispo
Gaudencio de Brescia. ( ¿ - c. 410)
Obispo de Brescia.
El sacrificio celestial instituido por Cristo es verdaderamente el don de su nueva alianza que nos dejó en herencia, como prenda de su presencia entre nosotros, la misma noche en que iba a ser entregado para ser crucificado. Éste es el viático de nuestro camino, con el cual nos alimentamos y nutrimos durante el peregrinar de nuestra vida presente, hasta que salgamos de este mundo y lleguemos al Señor; por esto decía el mismo Señor: Si no comen mi carne y no beben mi sangre, no tendrán vida en ustedes.
Quiso, en efecto, que sus beneficios permanecieran en nosotros, quiso que las almas redimidas con su sangre preciosa fueran continuamente santificadas por el sacramento de su pasión, por esto mandó a sus fieles discípulos, a los que instituyó también como primeros sacerdotes de su Iglesia, que celebraran incesantemente estos misterios de vida eterna, que todos los sacerdotes deben continuar celebrando en las Iglesias de todo el mundo, hasta que Cristo vuelva desde el cielo, de modo que, tanto los mismos sacerdotes como los fieles todos, teniendo cada día ante nuestros ojos y en nuestras manos el memorial de la pasión de Cristo, recibiéndolo en nuestros labios y en nuestro pecho, conservemos el recuerdo imborrable de nuestra redención.
Además, puesto que el pan, compuesto de muchos granos de trigo reducidos a harina, necesita, para llegar a serIo, de la acción del agua y del fuego, nuestra mente descubre en él una figura del cuerpo de Cristo, el cual, como sabemos, es un solo cuerpo compuesto por la muchedumbre de todo el género humano y unido por el fuego del Espíritu Santo.
Jesús, en efecto, nació por obra del Espíritu Santo y, porque así convenía para cumplir la voluntad salvífica de Dios, penetró en las aguas bautismales para consagrarlas, y volvió del Jordán lleno del Espíritu Santo, que había descendido sobre él en forma de paloma, como atestigua el evangelista San Lucas: Jesús regresó de las orillas del Jordán, lleno del Espíritu Santo.
Asimismo, también el vino que es su sangre, resultante de la unión de muchos granos de uva, de la viña por él plantada, fue exprimido en el lagar de la cruz, y fermenta, por su propia virtud, en el espacioso recipiente de los que lo beben con espíritu de fe.
Todos nosotros, los que hemos escapado de la tiranía de Egipto y del diabólico Faraón, debemos recibir, con toda la avidez de que es capaz nuestro religioso corazón, este sacrificio de la Pascua salvadora, para que nuestro Señor Jesucristo, al que creemos presente en sus sacramentos, santifique nuestro interior; él, cuya inestimable eficacia perdura a través de los siglos.
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De la Apología primera de San Justino, mártir, a favor de los cristianos.
San Justino. (100 - 165)
Concluidas las oraciones, nos saludamos con el beso de paz; y luego se le presenta al que preside a los hermanos, el pan, y una copa de vino y agua; y tomándolo todo, tributa alabanzas y gloria al Padre de todas las cosas, en nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y le ofrece una larga acción de gracias, por los dones que hemos recibido de su mano. Apenas se da fin a estas oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo que está congregado manifiesta con sus aclamaciones la parte que toma en aquel acto, y responde en alta voz Amén, palabra hebrea que significa Así sea. Entonces los ministros, que nosotros llamamos Diáconos, distribuyen entre los asistentes el pan, el vino y el agua, que se ha consagrado por medio de la acción de gracias, y llevan también una parte a los ausentes.
A este alimento le damos el nombre de Eucaristía, y a nadie le es permitido participar de él, si primero no hace profesión de creer nuestra doctrina; si no ha sido purificado y regenerado en el bautismo, y no vive conforme a la ley de Jesucristo.
Por lo demás, debe tenerse presente que no tomamos nosotros este alimento como pan y bebida ordinaria, sino que así como sabemos que Jesucristo, nuestro salvador, tomó verdaderamente carne y sangre por el Verbo de Dios, con el fin de salvarnos, hemos también sabido, que este alimento, santificado por la oración y la acción de gracias de Jesucristo, se convierte en su mismo Cuerpo y Sangre, y se hace alimento de nuestro cuerpo y sangre: porque los apóstoles, en sus escritos, que llaman Evangelios, nos enseñan, que habiendo Jesucristo tomado el pan, y ofrecido la acción de gracias, se les dio diciendo: éste es mi cuerpo; e igualmente habiendo tomado el vino, se les presentó diciendo: Ésta es mi sangre, y les mando que hicieran lo mismo en memoria suya.
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Del Tratado de Ireneo contra las herejías.
San Ireneo de Lyon. (130 - 202)
Si no fuese verdad que nuestra carne es salvada, tampoco lo sería que el Señor nos redimió con su sangre, ni que el cáliz eucarístico es comunión de su sangre y el pan que partimos es comunión de su cuerpo. La sangre, en efecto, procede de las venas y de la carne y de todo lo demás que pertenece a la condición real del hombre, condición que el Verbo de Dios asumió en toda su realidad para redimirnos con su sangre, como afirma el Apóstol: Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Y, porque somos sus miembros, nos sirven de alimento los bienes de la creación; pero él, que es quien nos da estos bienes creados, haciendo salir el sol y haciendo llover según le place, afirmó que aquel cáliz, fruto de la creación, era su sangre, con la cual da nuevo vigor a nuestra sangre, y aseveró que aquel pan, fruto también de la creación, era su cuerpo, con el cual da vigor a nuestro cuerpo.
Por tanto, si el cáliz y el pan, cuando sobre ellos se pronuncian las palabras sacramentales, se convierten en la sangre y el cuerpo eucarísticos del Señor, con los cuales nuestra parte corporal recibe un nuevo incremento y consistencia, ¿cómo podrá negarse que la carne es capaz de recibir el don de Dios, que es la vida eterna, si es alimentada con la sangre y el cuerpo de Cristo, del cual es miembro?
Cuando el Apóstol dice en su carta a los Efesios: Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos, no se refiere a alguna clase de hombre espiritual e invisible -ya que un espíritu no tiene carne ni huesos-, sino al hombre tal cual es en su realidad concreta, que consta de carne, nervios y huesos, que es alimentado con el cáliz de la sangre de Cristo, y que recibe vigor de aquel pan que es el cuerpo de Cristo.
Y del mismo modo que la rama de la vid plantada en tierra da fruto a su tiempo, y el grano de trigo caído en tierra y disuelto sale después multiplicado por el Espíritu de Dios que todo lo abarca y lo mantiene unido, y luego el hombre, con su habilidad, los transforma para su uso, y al recibir las palabras de la consagración se convierten en el alimento eucarístico del cuerpo y sangre de Cristo; del mismo modo nuestros cuerpos, alimentados con la eucaristía, después de ser sepultados y disueltos bajo tierra, resucitarán a su tiempo, por la resurrección que les otorgará aquel que es el Verbo de Dios, para gloria de Dios Padre, que rodea de inmortalidad a este cuerpo mortal y da como regalo la incorrupción a este cuerpo corruptible, ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad.
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De las Homilias de San Juan Crisóstomo.
San Juan Crisóstomo. (347 - 407)
"¡Cuantos dicen ahora de Cristo: Quisiera ver su forma, su figura, sus vestidos, su calzado! Pues helo ahí, a él ves, a él tocas, a él comes. Tú te contentas con ver sus vestiduras, mas él te concede no solo verle, sino comerle, tocarle, recibirle dentro de ti. ¡Nadie, pues, se acerque a recibirle con náuseas, nadie con tibieza, todos encendidos, todos fervorosos, todos animados!"
"Porque si los judíos, puestos de pie, comían el cordero con gran prisa, teniendo el calzado en sus pies y básculos en sus manos, mucho más conveniente que estés tú alerta. Puesto que si ellos habían de ir a Palestina, y por eso tenían la figura de caminantes, tú, en cambio, debes trasladarte al cielo. Por lo tanto, en todo debes mostrarte diligente, pues no es pequeño el castigo con que se amenaza a los que indignamente comulgan. Piensa cómo te indignas contra el traidor y contra los que le crucificaron, y mira no te hagas también tú reo del Cuerpo y Sangre de Cristo. Ellos mataron su Santísimo Cuerpo, ¿y tú le recibes con el alma sucia después de tantos beneficios? Porque no se contentó con hacerse por ti hombre, ser herido con bofetadas y crucificado, sino que se une y mezcla con nosotros; y no solo por fe, sino en realidad nos hace su propio cuerpo."
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